Sabías que me habías seducido desde la primera mirada.
Me acerqué a ti atravesando el breve instante de aire que separaba
nuestros cuerpos que, como el último aliento de un difunto, aspiré
nervioso de saberme a tu lado.
No dijiste nada cuando te saqué
de aquella multitud. Tampoco cuando, con mis nerviosas manos, comencé a
desnudar tu cuerpecito rotundo.
Me recreé en aquel instante de gloria empujado por los aplausos de un silencio expectante que hacía rugir de emoción cada uno de mis movimientos.
No hubo cara de reproche cuando continué acariciándote con el cuchillo.
Tampoco durante aquellas caricias de acero que te redujeron a trocitos.
Y sin embargo, de forma incomprensible me puse a llorar. A llorar con una rabia que no me cabía ya ni en los bolsillos.
Maldita cebolla!
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